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¿Identidad nacional?

Me fui de Venezuela a los 18 años. En ese momento no era consciente de tener una  identidad nacional específica. Crecí en una familia marcada por la migración: mis  abuelos maternos migraron a Venezuela desde el Líbano en los años 50 y durante  varios años estuve confundiendo lo que provenía de mi país de origen o del suyo. Con  el tiempo entendí que no todas las familias en Venezuela comían tabule y kibbe los  domingos y que mi abuela no se llamaba sittu (abuela en árabe libanés) sino Samia. 

 

En la escuela la gente a menudo me preguntaba si era árabe. Sin embargo, nunca me  sentí parte de la comunidad libanesa por mi color de piel, por no hablar árabe. La  comunidad libanesa local tampoco parecía percibirme como parte de ella. 


Al llegar a Francia los ojos de las personas no me identificaban tan fácilmente como “la árabe” sino como “la latina”. La manera que tenían los demás de percibirme volvió a influenciar el cómo me sentía yo por dentro: me volví una latinoamericana viviendo en Francia. Nunca antes me había identificado como latinoamericana.

  

Durante mis estudios universitarios en Francia aprendí sobre la colonización, sobre  pueblos autóctonos y sobre lo que la gente llama el “desarrollo”. Paradójicamente, aprendí más del tema en la universidad en Francia, país colonizador, que en la escuela  en Venezuela, país colonizado. En esos momentos, me cuestioné sobre mis orígenes paternos: ¿en qué momento se  perdió nuestra cultura de pueblo originario?  


Me pregunté si siquiera había existido, y sólo el hecho de hacerme esa pregunta me dio  tristeza. Ante mi búsqueda, sólo encontré pocas respuestas vagas. Como si esa cultura  heredada por algunas personas del árbol genealógico, la de un pueblo originario  olvidado, no valiera tanto como el saber que tenemos orígenes españoles y quién sabe de qué pueblo europeo (información que sí es transmitida y valorada).  


Luego de múltiples preguntas e insistencia, una tía me dijo que tenemos orígenes de  los Timotocuicas de los Andes, una prima me mostró un árbol genealógico en donde se identificaba quizás al último “Contreras” de origen indígena. 


Luego de varios años, me pregunto: ¿Nuestra identidad “nacional” participa en borrar las identidades autóctonas?  ¿Nuestros idioma, bandera, comida y música contribuyen al etnocidio iniciado con la  colonización española y las “independencias americanas”? 

¿Somos una nueva forma de colonización? 


Creo tener las respuestas a esas preguntas: Sí. Nuestra identidad “nacional” contribuye a borrar las identidades autóctonas. Sí. Nuestro idioma, bandera, comida y música contribuyen al etnocidio indígena.  Sí. Los Estados-naciones americanos y mestizos son una nueva forma de colonización  o, mejor dicho, la continuación de la colonización. 


Difícil es ahora conciliar mi relación con la identidad “nacional” de mi país: encontrarle  sentido, encontrar la manera de ser sin excluir, de ser sin discriminar, de ser sin  invisibilizar.  

Por otro lado, mi experiencia de migración me ha hecho cuestionarme cada vez más  sobre mi manera de identificarme y también me ha hecho entender que mi identidad  ha sido moldeada por cómo las personas me perciben. Por ejemplo, los largos años que he pasado fuera de mi país de origen me han vuelto una migrante en el extranjero, pero  también en mi propio país. En Venezuela o en Francia, me parece que las personas a mi alrededor me perciben  también como “alguien que no es de aquí”; esté en “mi país” o fuera de él.  


Para mí la identidad es, más que todo, la definición que me doy a mí misma. Hoy yo  me identifico más a ciertos valores que a una nacionalidad. Al definirme, no puedo  pensar en un origen sin excluir el otro, no puedo referirme a un país sin recordar otro  en el que he vivido y acumulado experiencias, o aquel al que nunca he ido pero que me marcó con su cultura. Toda esta mezcla cultural y mis propias elecciones me han  construido una identidad, que se sigue construyendo.  


¿Con qué ojos nos vemos, con qué ojos vemos a ciertos países?  


Ocho años siendo nómada, desde los 18 hasta los 26 que tengo hoy día. El hecho de  haber pasado los primeros años de la adultez en otro país ha deformado mi manera de pertenecer a Venezuela. Mis recuerdos más lejanos provienen de mi niñez y mi  adolescencia allá, pero la estudiante universitaria o la adulta de hoy nunca vivieron allí, se convirtieron en una venezolana en el extranjero.  


Los años universitarios marcaron mi descubrimiento de Francia, desde momentos de  asombro e inocencia, hasta momentos en los que entendí sus paradojas, problemas  socio-políticos estructurales e historia (muchas veces problemática).  Entendí que muchos de los privilegios franceses de hoy tienen raíces en la opresión de otros pueblos. También aprendí y me sumergí en una Francia militante, consciente y  crítica, que no se diluye en la indiferencia y que no se conforma con migajas de  derechos, sino que lucha por tenerlos y protegerlos. Como todo país, una parte de él encanta y otra desencanta. Mi desencanto de una parte de este país contrasta con la imagen idealizada que cultivamos en Venezuela sobre la  Europa occidental. Hoy en día me parece insoportable ver la manera en que ciertas  personas ponen en un pedestal a las personas europeas o al vivir en Europa, la  superioridad que se les otorga en muchos ámbitos de la vida.  


Cuando voy a América Latina tengo la tendencia de evitar decir que vivo en Francia  porque me irrita cómo cambia el trato de la gente hacia mi persona, cómo me ven y  cómo creen definirme. La identidad que me atribuyen contrasta con la de “ser  venezolana” en ciertos países, que les parece menos atractiva y menos deseada,  asociada a la migración económica de la que se quieren deshacer. Sin embargo, yo también me alimenté de esa mentalidad que refuerza la “jerarquía”  entre pueblos. Me fui de Venezuela porque quería “ser grande”, tener experiencias en otros países y  tener más oportunidades. Alejarme de la inseguridad de la delincuencia, vivir en un  país más “estable”.

  

Hoy estoy en conflicto con mi antigua motivación. “Ser grande”: como si no hubiera  personas “grandes” en mi país. Como si los “grandes” sólo estuvieran en Europa. Como  si necesitara un ascensor social que me llevara a ser tan inteligente o tan capaz como  las personas universitarias en Europa, como si fueran superiores a las  latinoamericanas.  


Cuando analizo mi antigua forma de pensar, de concebirme y de aspirarme, me doy  cuenta de cómo he interiorizado el racismo colonial desde mi infancia. Me doy cuenta  que no soy la única que lo ha hecho; al contrario, somos multitudes. 


Durante mis primeros años en Francia, recuerdo esforzarme mucho más que mis  colegas de clase; como si tuviera un retraso innato y debiera ponerme al día. El  síndrome de la impostora me acompaña regularmente, sólo por no ser de aquí. He  necesitado de un cierto tiempo para interiorizar que la diferencia es mi fuerza, todo  depende de lo que haga con ella. 


El exilio puede vivirse de un millón de maneras distintas. Las razones por las cuales decidí irme de mi país de origen no se instalaron de manera estática en mi: mi mentalidad viajó y se transformó a su manera. El desapegarme de la “identidad  nacional” y acercarme a una identidad más personal, desarraigada de generalidades coloniales, me ha hecho cuestionarme, ser más coherente y conocer mejor a la persona que soy.


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