Un pez, una trucha, un renacuajo. Si yo fuera animal de agua de pronto no estaría sufriendo tanto, seria resbaladiza, babosa y sabría nadar, desde el primer día de mi vida sabría nadar. No tendría esta vergüenza que me carcome por añorar tanto el agua y no poder pasar más de un roce sin convertirme en pura chispa de miedo y repelencia. No conocería palabras tan pesadas como el dolor, ni al montón de idiotas que hicieron que esa cosa significara algo en mis días y en mis noches desde que abro los ojos hasta que los cierro. Me podría largar por accidente en cualquier corriente, contra y dentro de ella con los ojos abiertos, podría ver agua, tenerla en todas partes, llorar en todo lado. Me costaría poco o nada irme con la única excusa de que el mar me está llamando y no pensaría ni en mi mamá ni en mi papá ni en mi tía, pensaría en que soy un pescado y no voy a estar aquí porque el agua me envenena, está sucio y no quiero parar de nadar. Si yo fuera un animal de agua conocería el mar de frente y no por fotos, ni siquiera podría decirle mar con el tono tan ajeno que me da el temor, le diría casa y viviría mi vida lejos del fuego.
Tendría escamas y no pelo, andaría sin ropa y deambulante. Ni siquiera caminaría por la calle, no tendría que impulsarme de las memorias más nostálgicas, gastadas y oscuras de mi niñez para levantarme de la cama y subirme a las malas a un Transmilenio, ir a clase y mirar cómo todos los ojos morbosos de mis compañeros me recorren el cuerpo, pero sobre todo la falda buscando quién sabe qué. Si yo fuera un pez no sería pobre ni necesitaría de plata para vivir porque cosas como esas no son posibles cuando un billete de papel no vive mucho tiempo dentro del agua. Ni estando muerta ocuparía este montón de espacio en el mundo, ni esta pereza de estar viva, cabría en un bolsillo, en un tarro o en un hueco del tamaño de una pisada, en todos lados. Si yo fuera un pez no me estaría ahogando en este lugar donde todo emerge y flota mientras yo caigo y caigo, tendría la vida en los ojos o en alguna parte y no sería esta roca eterna tan difícil de tragar, esta roca sujetada por alguien que nadie conoce y que me tiene suspendida a su antojo.
Si yo fuera un pescado no tendría frío bajo la lluvia, estaría en una orilla de la realidad donde las gotas sean meteoritos que atraviesan el mundo del agua y le dejan el cielo adentro, no sentiría vergüenza de llegar empapada a cualquier lado, porque no llegaría y porque sería pura agua y ¿quién le pide al monte que no nazca? Tendría el silencio para mí y jamás volvería a hacer uso de las palabras, porque si fuera pez también tendría que renunciar a ellas y a unas cuantas amistades que me verían para ese entonces con los ojos más imposibles y desconocidos del mundo: los de quien decide olvidarse que habitar el mundo no es asesinarlo. Viviría poco o mucho, dependiendo del destino y de mis dientes, en otro nudo y en otro tiempo que no es el humano, me iría a las profundidades imposibles, a las noches eternas del océano. Me gastaría la vida entera de cinco horas saboreando el agua y el trance del movimiento mecánico de nadar y vivir sin tanta herramienta semiológica de queja y reclamo y sin las deudas de paja que sostienen los telones del acto teatral de la comodidad.
Quiero derramarme como el agua, deshacerme, derretirme y escurrirme en mi convención humana del llanto, no ser más que un cuerpo pequeño con sal y dolor, tan pequeño que es apenas un chapoteo, del mismo tamaño de una roca en el mar. Me quiero contener en el tamaño de una lágrima, que puede ser por cualquier cosa, hasta por sin querer, no llenaría de gritos la casa entera por la pataleta milenaria del helado ni provocaría miradas lastimeras de quien cree que sabe disfrutar de la vida. No tendría responsabilidades ni universidad, no viviría en Bogotá lejana y ciudadana ubicada a mares del mar, sino que lo haría en cualquier poco lugar que quede para vivir en las profundidades con dragones e inframundo. No tendría este sentimiento de desarraigo, de haber nacido entre el cielo y el mar, de no volar ni flotar sino de aferrarme a cada molécula que piso y destruyo con mi cuerpo gigante, humano e intruso, donde se necesitan zapatos para salir al mundo porque el pavimento seca y desgasta los pies. Me quiero convertir en algo imposible de tocar y capturar con las manos, despertar todo tipo de asco y miedo, ser indeterminada como quien corre por el agua, impermeable al daño que me hace la calle y los hombres, no ser yo sino un pescado, un sapo o un gusano.
Quiero ser un pez migrante del Océano Índico con cualquier entorno climático, vivir en aguas
bravas e inquebrantables donde no exista la espera más allá del acabose de las olas. Quiero
perderle todo este miedo al agua, dejar afuera este amasijo de torpeza que son mis huesos y mis músculos, quedarme allá siempre, no salirme nunca, ni para almorzar papas fritas; perderme en la piscina de olas cuando se desconcentren y meterme por las rendijas que van a la laguna para llegar al mar. Quiero ser pez, renacuajo y a estas alturas lobo, cualquier vida no humana que me saque de este letargo, de esta frustración de quien nació sin mundo y no lo puede encontrar; quiero seguir el rastro del rio hasta donde me lleve, llegar al mar gratis, sin avión y sin taxis, desnuda y pequeñita para volverme una molécula más del fondo.
Pueden encontrar a Eddy Araque Lizcano y a Amaranta Sánchez en sus página de Instagram.
Genial