Posiblemente no haya mejor festejo que aquel que surge de manera imprevista un día cualquiera de la semana. Celebrar que conseguiste el empleo que tanto deseabas o que el despacho que aborrecías te finiquitó. Al fin y al cabo, los mexicanos siempre nos hemos caracterizado por hacer fiestas a la menor provocación. No es extraño que el lunes nos encontremos con un colega de la oficina que amaneció crudo porque el domingo anterior fue a un bautizo o porque estuvo en la despedida del primo de un amigo que se iba a Europa de vacaciones durante quince días. Como el movimiento tectónico de la capital, una de las características ontológicas del «desmadre mexicano» es precisamente la imprevisibilidad. Nada demasiado grave pues, al fin y al cabo, las mejores fiestas, como los viajes, no tienen principio ni rumbo determinado.
Tampoco hay celebración que sea excesiva para el mexicano: sabemos que una fiesta de cumpleaños estuvo buena sólo si al terminar la noche hubo más desconocidos en la casa que gente cercana al anfitrión o, por otra parte, si algún amigo te invita a un festejo familiar, las abuelitas te servirán un cuarto plato de arroz con mole contra tu voluntad para cerciorarse de que no te marches hambriento.
Por lo mismo, las porciones nutricionales recomendadas por la Organización Mundial de la Salud nos parecen una conspiración de las grandes corporaciones alimenticias para ahorrarse unos cuantos pesos. En respuesta, los mexicanos nos hemos vuelto expertos en preparar las viandas más exorbitantes que el mundo haya contemplado sólo por diversión. Hemos triunfado, por ejemplo, con el guacamole más grande del mundo, el taco de carnitas más grande del mundo, la rosca de reyes más grande del mundo y en 2018 superamos holgadamente, por poco más de diez metros, el tamal más grande del mundo que en cierto momento llegó a preparar Perú.
Incluso, no hace mucho, me tocó registrar en video la elaboración del mazapán más grande del mundo junto a un amigo reportero. La agencia de marketing que me mandó era en ese entonces la encargada de manejar la publicidad de la corporación responsable de aquella magnánima proeza, mientras que a mi amigo M. lo había enviado el periódico donde trabajaba para escribir una nota que complementara su cuota semanal de likes. Sin embargo, los paisanos de Jalisco nunca se percataron de que con ese Guinness World Records estaban balconeándole al mundo entero que la felicidad del mexicano —al igual que sus dulces— tiende a desmoronarse a la menor provocación.
Claro que esa pequeña traición a la privacidad de la nación no le quita mérito a su hazaña pues, aun así, resulta prácticamente imbatible. No sólo por la dificultad en su elaboración, lo cual incluye reunir cantidades industriales de cacahuate y azúcar, sino porque será extraño que alguien que no sea mexicano tenga la hidalguía de superarlo. Principalmente porque nuestra versión del mazapán se salva de pasar por el horno, así que, en caso de que intenten arrebatarnos el título, nosotros podemos seguirle sumando ad nauseam polvo de cacahuate sin tener que preocuparnos por la cocción posterior. Por otra parte, que los tapatíos se hayan aventurado a realizar esta empresa sin tomar en cuenta que exponían la intimidad de los mexicanos, es un descuido que le hubiera podido pasar a cualquiera. Cuántas veces, por ejemplo, no hemos cachado accidentalmente a un compañero de trabajo en calzoncillos en medio de una reunión por videollamada.
Tampoco podemos pasar por alto que, en su mayoría, las historias de éxito son una desembocadura de intentos, esfuerzos en vano y errores que, por mera fortuna, terminaron en el invento que salvó la vida de cientos de seres humanos, el descubrimiento de un nuevo continente o algún Guinness World Record. Claro que también hay casos premeditados y elaborados con el pecho frío. De ahí que Edison hiciera mil pruebas antes de perfeccionar la bombilla, lo cual, más que un invento genial, pareciera ser más bien una terquedad. Sin embargo, hay muchas otras historias de simples errores que encontraron sentido en nuestra vida cotidiana “de pura chiripa”, como diríamos los mexicanos.
Un ejemplo de serendipia —es decir, de estas pequeñas chiripas— sería la placa de Petri que el científico Sir Alexander Fleming había tirado a la basura al pensar que era otro intento fallido en su búsqueda por una droga mágica capaz de curar enfermedades. En cambio, este desperdicio terminó siendo una gran aportación a la medicina moderna con la cual se han salvado millones de vidas humanas a lo largo del mundo. También podría mencionar un suceso más acorde a los mazapanes que ocurrió en el año de 1879, cuando el químico ruso Constantin Fahlberg regresó a su casa después de pasar el día entero buscando nuevos usos para el alquitrán de hulla en la Universidad de Johns Hopkins. Durante la cena se percató de que los panecillos de su esposa estaban más dulces que de costumbre. Entonces notó que el dulzor provenía extrañamente de sus dedos debido a que una de las mezclas experimentales había caído accidentalmente en sus manos. Un suceso que bien pudo derivar en su trágica muerte, pero que “de pura chiripa” terminó siendo la patente de la sacarina que hoy día usamos un lunes por la mañana para endulzar el café quemado cuando empezamos la dieta.
No hay que perder de vista tampoco que, por otra parte y de manera paradójica, el mazapán más grande del mundo es la oportunidad perfecta para incursionar en los fracasos a una escala Guinness. Y es que los mexicanos sabemos que no hay alma capaz de desenvolver un mazapán sin romperlo al primer intento. De ahí que estos ocho mil doscientos sesenta y seis kilos de masa que se han proclamado como una victoria avasalladora sean, al mismo tiempo, un fracaso inminente. Me explico: el presidente de la corporación le dijo a mi amigo en entrevista que para validar el récord no sólo se debía de preparar el mazapán, sino que además se debía empacar en el clásico papel de celofán. Es decir, más tarde habría que desenfundarlo sin que éste se quebrara. Por fortuna, desde tiempos prehispánicos, los mexicanos estamos acostumbrados a este tipo de empresas que tienden a concluir con un sacrificio público para entretener a la población. Aun así, supongo que el encargado para esta labor habrá tenido un sentimiento similar al que experimentas cuando tus padres te exigen a los diecisiete años que escojas una carrera técnica, universitaria o algún oficio bajo la amenaza de que el resto de tu vida pende de esa decisión. De cualquier manera, era previsible que el aire triunfal del mazapán más grande del mundo no era más que un simple suspiro, pues todo éxito deviene en un descenso desde la cumbre.
Por lo mismo considero que, con sus tres metros de diámetro, este coloso de cacahuate atenta contra la esencia de la vida humana. Me refiero a que, con esa cantidad de masa, podrían haberse producido cerca de ciento cuarenta mil piezas de tamaño regular. En cambio, lo que hubiese sido un centenar de oportunidades para abrir un mazapán sin quebrarlo, han quedado reducidas a un sólo disparo, a un inminente fracaso. Nada más alejado de la esencia humana, pues —parafraseando a Forrest Gump— la vida es precisamente una caja de mazapanes: nunca sabes qué te tocará. Hay quienes por desgracia obtienen varias golosinas de fácil desenvoltura, a otros les llega desde la fábrica un mazapán partido a la mitad, pero —en el mejor de los casos— deberías agradecer si te encuentras desprevenidamente con uno que esté hecho añicos en su totalidad. Gracias a estos dulces será inevitable que ensucies el teclado de la computadora, el piso del cubículo, tu corbata, los zapatos recién boleados y el único pantalón de vestir sin remiendos que te quedaba. No tendrás postre e incluso habrá quien renuncie a su trabajo en un ataque catártico de histeria, pero al menos podrás desprenderte de aquella inquietante presión por cumplir con las expectativas de la gente. Tal vez le habrás fallado al cajero del Oxxo que cada mañana te exhorta a tener un buen día, pero afortunadamente también tendrás la opción de arriesgarte a desenvolver otro mazapán, ya que cada caja contiene treinta piezas. Esto significa que la desgracia se repetirá tres o cuatro veces antes de que le agarres el pulso al celofán. Sin embargo, para el quinto o sexto mazapán de seguro habrás logrado abrir uno de manera inmaculada y el desastre anterior parecerá haber valido la pena. Entonces tendrás el coraje para abrir más piezas sólo para descubrir que éstas, como las anteriores, se desmoronan a la menor provocación. Si las matemáticas no me engañan, esto se traduce en cuatro o cinco pequeñas victorias en una sola caja. Hecho que hace más llevadera la semana del buen godín, a diferencia de la única y condenada oportunidad que ofrece el colosal dulce de cacahuate que prepararon en Jalisco.
En realidad, el mazapán más grande del mundo, al privarnos de decenas de cajas, nos niega la oportunidad de aquello que Cavafis denominaba el placer del trayecto y su experiencia: en esta vida es fácil abrir un mazapán sin romperlo de la misma manera en la que es sencillo correr un maratón o hacer una pelea de box si un día llegas a amanecer lo suficientemente inspirado. Uno simplemente recorre cuarenta y dos kilómetros o se sube al ring durante unos cuantos rounds mientras suelta golpes. Lo realmente difícil y extraordinario, sin embargo, es precisamente disfrutar de aquellos días rutinarios y sin sentido en los que corres cada mañana cinco kilómetros, golpeas durante horas un costal lleno de ropa vieja o soportas estoicamente esas jornadas laborales sin una pizca de gloria, a cambio de un sueldo insuficiente y cuyo único instante de felicidad es saborear un rico mazapán en tu cubículo tras haber calentado tu tupper en el microondas de la oficina. Son precisamente estos días ordinarios —cuando crees que gozarás de una dulce porción de felicidad que se desmorona al momento de morderla— los que realmente componen la vida.
Qué importa que sea el mazapán más grande del mundo o uno que compraste en la esquina del semáforo. La única diferencia entre ambos es la idea vacía de éxito que se esconde detrás del cacahuate, el azúcar y las altas posibilidades de fracasar al momento de querer darle la primera mordida. Si el tema se trata de manera correcta, un periodista como Roberto Arlt podría haber escrito una nota con el encabezado “Las grietas de la felicidad” y de esta manera generar más likes que el simplón “Rompen récord con el mazapán más grande del mundo” que el editor le impuso a la nota de mi amigo Mariano. Como escribió William Carlos Williams: “no defeat is made up entirely of defeat—since / the world it opens is always a place / formerly / unsuspected. A / world lost / a world unsuspected / beckons to new places”.
Han pasado varios días desde entonces, pero no dejo de pensar en el mártir que desenvolverá esa golosina y que, de antemano, sé que fracasará. Y aunque sólo un buen día resulta más frágil que un mazapán, por fortuna, las consecuencias de este sacrificio nada tiene que ver con nuestra antiquísima afición a la Guerra Florida. En realidad, sería otro fracaso más, común y corriente, sin nada extraordinario: un hecho similar a salir de casa con dos zapatos de diferente par por haberte vestido a oscuras para no despertar a tu esposa. Nada demasiado grave como para aventarse a las vías del Metro, pero sí como para esconderse en el baño de la oficina el resto del día. Y es que no sabemos aprovechar al máximo el hecho de que cada día es una nueva oportunidad para fracasar. Hemos olvidado que “son tantas las veces que morimos, antes de poder considerarnos muertos”, como señala el poeta William Ernest Henley. Desde niños gastamos tanto tiempo procurando ganar las canicas de la colonia, tener un excelente día como tanto insisten los cajeros del Oxxo o haciendo lo que nuestros padres esperan que hagamos que al final terminamos por darle la espalda al simple placer que proporciona el estropear las cosas. Los mazapanes están, a pesar de su dulzura, diseñados justamente para que se rompan y recordemos esta arista de la cotidianidad: son el memento mori de los mexicanos.
Y aun así, muchas veces seguimos olvidando el hecho de que cada éxito es una muerte bañada en oro. Por ejemplo, cuando iba en la secundaria, había una papelería a tres calles de mi casa donde compraba toda clase de materiales didácticos que me pedían en la escuela. Ahí un señor de aproximadamente setenta años compraba religiosamente la Lotería y cuando me lo encontraba siempre le deseaba suerte por mera educación. Un gesto al cual me respondía con una mirada breve y seca. Años después, arrastrado más por la nostalgia que por la necesidad, regresé a esa papelería por un compás, una escuadra o alguna de esas cosas que se compran nueve veces en la vida y que en realidad se utilizan una. El caso es que, mientras me despedía del dependiente, salió a colación dicho señor, el cual para entonces ya había encajonado en el olvido.
—¿Y cómo está? —pregunté sólo por decir cualquier cosa.
—¿No sabes? —respondió con cierto entusiasmo don Mario—. Se nos adelantó.
—Qué lástima. Me hubiera gustado que ganara algo.
—De hecho falleció al poco tiempo de pegarle al gordo. Fueron $2,000,000. Supongo que al no saber qué hacer con tanta feria, se petateó pa’ evitarse broncas con los hijos.
A pesar de que nuestra relación se basaba en esa rutinaria cortesía, no pude evitar sentir por un momento que su fallecimiento había sido de cierta manera mi culpa. Como si en cada “buena suerte” le hubiera deseado que su vida de pensionado perdiera todo sentido. Finalmente, cada meta alcanzada es un quehacer menos en la vida, una pequeña muerte y, por lo mismo, sentía en la densidad de mis palabras todo el peso de su deceso.
Polvo somos y en polvo de mazapán nos convertiremos. De ahí que haya también cierta similitud vital entre los ingredientes y la manera en la que cada sociedad prepara sus golosinas, la cual nos permite entrever cómo encaramos el sinsentido de la vida. Por ejemplo, los españoles preparan los mazapanes con las almendras, azúcar y huevo. Sin embargo, en la cocción para evitar que vuelvan a convertirse en polvo, hay una reminiscencia de su prolongado gusto peninsular por el barroco; es decir, un miedo latente a quedarse con el celofán vacío. La versión mexicana, en cambio, es más valemadrista y piensa que basta el aceite que desprende el cacahuate para darle la consistencia necesaria. Por no hablar, claro, de la paradójica preparación que es triturar una legumbre —la cual ya es bastante sólida— hasta lograr el más fino polvo, para luego volver a compactarlo, darle forma e intentar que no se desmorone.
De cierta manera, esta forma de disfrutar la vida que hemos heredado durante siglos la podemos contemplar en otros aspectos de nuestra vida. No hay que olvidar que construimos la capital del país en medio de un pantano en una zona altamente sísmica, somos la afición más fiel cuya selección de futbol posee el récord a la mayor cantidad de derrotas en la historia de los Mundiales y, desde niños, nuestras madres nos premian con dulces picantes que nos entumecen la boca y mazapanes de los cuales saboreamos apenas las moronas. Bien podríamos mudar la capital a otro predio con movimientos tectónicos más predecibles, desgastarnos la garganta en alentar a un equipo deportivo cuyas estadísticas sean más alentadoras o elegir una barra de chocolate, una paleta de caramelo o cualquier dulce de consistencia más sólida como delicia típica de nuestra nación. En cambio, nos seguimos aferrando a los mazapanes. Incluso preferimos viajar con cajas enteras de esta golosina a distintas partes del planeta para no sufrir “el mal del Jamaicón” antes que acostumbrar el paladar a nuevas experiencias. Un postre que en México hallamos tanto en camiones como en kioscos e incluso en el universo subterráneo del Metro pero, a fin de cuentas, en ningún otro país se prepara con esa incondicional esperanza.
Como sucede con el «desmadre mexicano», hemos aprendido a abrir los mazapanes sin saber muy bien qué esperar de éstos; nos hemos resignado incluso a quedarnos con el puro antojo de la misma manera en la que disfrutamos el simple hecho de vivir porque sí, de celebrar sin razón alguna y a la menor provocación, como cuando la Selección empata contra una potencia mundial en el Mundial. Porque acaso el único triunfo certero al que aspira el mexicano es al de elegir qué postre alegrará su almuerzo: si aquel que se desmorona y se lo lleva el viento o si uno bañado en chile que lo haga sudar hasta que se le entumezca la boca y le haga sentir en carne propia un fuego infernal.
"Polvo somos y en polvo de mazapán nos convertiremos." 👏